8/5/11

No hay silencio que no termine

Si no se saben mis palabras
no dudes que soy el que fui.
No hay silencio que no termine.
Cuando llegue el momento,
y que sepan todos que llego
a la calle, con mi violín.
(Para Todos, Pablo Neruda)

Por Wendy Marton

Hay un motivo especial para volver a escribir luego de tanto tiempo. “No hay silencio que no termine”, de Ingrid  Betancourt me obligó a hacerlo.  En todo este tiempo de ausencia leí, entre otras cosas el libro del ex marido de Ingrid, Juan Carlos Lecompte, (“Ingrid y yo”) y “Operación Jaque” (Ed. Oveja Negra-Colección La Verdad), e hice el mismo juicio de valor que la mayoría de los colombianos.


Leer el libro de Ingrid fue entrar en una parte de su vida y de sus pensamientos. Betancourt fue secuestrada en febrero de 2002, mientras realizaba su campaña política con miras a la presidencia de Colombia. A pesar de las advertencias, y sin la más mínima seguridad, fue a San Vicente del Caguán, una zona dominada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC, acompañada de quien sería poco tiempo después de secuestrada su candidata a vicepresidente de la República, Clara Rojas.


Ingrid relata en su libro cómo se originaron las circunstancias de su secuestro, sus seis años de cautiverio y su libertad en el operativo denominado “Operación Jaque”, del ejército colombiano. En las 700 páginas describe su relación tensa con Clara, a quien prácticamente le atribuye problemas mentales; su relación con el ex senador Luis Eladio Pérez, Lucho como lo llamaba, y quien se presume habría tenido un romance con Ingrid; y luego con los norteamericanos Marc Gonsalves –quien también habría tenido un romance con Ingrid-, Keith Stansell y Tom Howes.


Aunque en todo momento Ingrid trata de explicar que no era una persona arrogante como la calificaron no solo los colombianos sino sus mismos compañeros de cautiverio, en ciertas partes del libro reconoce, sutilmente, que su carácter fuerte que le trajo no solo problemas a ella sino a quienes compartían su lugar de secuestro.


Su relato es doloroso, sentido, y es difícil no sentir lo que ella padeció en los años que estuvo privada de su libertad. Y es por eso mismo que resulta extraño que no haya aprendido la lección. En el tiempo que estuvo prisionera padeció, aunque quizá en forma exagerada, el dolor de miles de colombianos que no tienen para comer, un lugar para vivir, educación, ni acceso a las atenciones sanitarias que cualquier ciudadano merece.


Y quizá porque antes de leer su testimonio me haya contaminado por lo publicado por la prensa colombiana y por el libro de su ex marido Lecompte –a quien soy sincera detestaba antes de leerle, pues me parecía arribista y mediático- no comprendo aún cómo es que después de todo lo que le pasó Ingrid siga tan soberbia y haya demandado al Estado colombiano.


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